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EL PRÍNCIPE FELIZ

De todos los cuentos infantiles creados jamás, la historia del Príncipe Feliz es la más bonita y triste. Escrito por Oscar Wilde, nada en él destila caracterísiticas propias de los cuentos: es duro, frío, cruel, realista, sincero y sin final alegre. Esta es la verdad... Sin embargo, es el cuento más impresionante que jamás he leído. De él se han hecho centenares de estudios y trabajos educativos. Se le puede considerar, sin duda, la cumbre de la literatura infantil; entre otros motivos, porque el relato trata a los niños como son en realidad: inteligentes y cargados de sentimientos. Aquí os lo trascribo en mis propias palabras. En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de oro fino. Tenía, como ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí ardía en el puño de su espada. Por todo lo cual era muy admirada. Una noche voló una golondrina a la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. Entonces divisó la estatua sobre la columnita. -Voy a cobijarme allí.. Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua. -¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! La Golondrina miró hacia arriba y vio a la estatua llorar. -¿Quién sois? -dijo. -Soy el Príncipe Feliz. -Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -Estoy tan alto en este pedestal que veo todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar -dijo-. Allí abajo hay una pobre vivienda con un niño muy enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Golondrina, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? -Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera. Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, puso el gran rubí en la mesa de la familia pobre, sobre el dedal de la costurera. Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho. A la noche siguiente, la estatua le volvió a hablar: -Golondrina. Allá abajo, veo a un joven en una buhardilla. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido. -Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí? -¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra. Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Entró en ella y le dejó el zafiro. Y parecía completamente feliz. Al salir la luna la noche siguiente, voló hacia la estatua. -He venido para deciros adiós -le dijo. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más? -Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. -Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará. -Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo. -¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo. Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano. - Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre. -No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto. -Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina. Y se durmió entre los pies del Príncipe. A la mañana siguiente, voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras. Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto. -Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza y lo distribuyó entre los pobres. La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo. Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas. Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe. -¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano. -Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. -No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad? Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies. En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua. -¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz! Y tiene a sus pies un pájaro muerto. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí. Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz y la fundieron. -¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho. Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta. Un día, Dios le dijo al más bondadoso de los ángeles: -Tráeme las dos cosas más preciosas del mundo. Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto. -Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas. ¿Qué os ha parecido? Bonito, ¿verdad?

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